Tres voluntarios. Tres palabras: "balón", "cama" y "Daspelu". A partir de estos elementos, la chavalería de 4º de Primaria del CEIP San Martín de Campijo elaboró, el pasado 20 de abril, un movido cuento de aventuras, superhéroes, robots, villanos, problemas capilares y un mundo en peligro. ¿Quién salvará el planeta del malvado microbio Plancton?
"Daspelu era una auténtica bola de pelo. Todo su cuerpo estaba cubierto por gruesos mechones sucios y grasientos que jamás lavaba ni cortaba. Sin embargo, ese desagradable vello corporal que lo vestía le otorgaba maravillosos superpoderes. Si tiraba del pelo de la rodilla, se volvía invisible; si del pie, corría a velocidad hipersónica; si de la nariz, derretía el plomo con un rayo láser... Cada mechón le daba una habilidad diferente, sólo tenía que acertar con el adecuado."
Cuento colectivo de la clase de 4º de Primaria del CEIP San Martín de Campijo (Castro Urdiales).
20/04/2010
Daspelu era una auténtica bola de pelo. Todo su cuerpo estaba cubierto por gruesos mechones sucios y grasientos que jamás lavaba ni cortaba. Sin embargo, ese desagradable vello corporal que lo vestía le otorgaba maravillosos superpoderes. Si tiraba del pelo de la rodilla, se volvía invisible; si del pie, corría a velocidad hipersónica; si de la nariz, derretía el plomo con un rayo láser... Cada mechón le daba una habilidad diferente, sólo tenía que acertar con el adecuado.
¿De dónde sacaba Daspelu tan formidables facultades? Nadie lo sabía. El más interesado en averiguarlo era el malvado Plancton, un microbio repugnante y retorcido que aspiraba a dominar el mundo. Tras arduas investigaciones, Plancton descubrió que a Daspelu su fuerza le venía de un balón dorado del que nunca se separaba. De hecho, el héroe peludo lo tenía en la cama, a modo de almohada revitalizante que le cargaba las pilas.
Plancton vio en aquel balón de oro la posibilidad de convertirse en un ser como Daspelu, pero en malvado. Debía robar ese balón, pero, ¿cómo? No podía hacerlo solo, pues era muy pequeño, casi microscópico. Así pues, llamó a todos los de su especie, que acudieron en su auxilio.
Aquella noche, a Daspelu le empezó a picar todo el cuerpo. Una desagradable comezón no le dejaba dormir. Incluso el balón de oro parecía afectado por el extraño mal. Tan afectado, que empezó a moverse. Daspelu trató de retenerlo, mas no pudo. El balón salió rodando por la ventana y, de ahí, se deslizó por los canalones hasta el suelo, como si tuviera vida propia. Ignoraba Daspelu que eran el malvado Plancton y su ejército de microbios quienes se lo estaban robando.
Nada pudo hacer Daspelu. Separado del balón de oro, el pelo comenzó a caérsele y quedó despojado de sus sobrenaturales poderes. Al día siguiente, se había quedado completamente calvo. Bueno, casi. Aún le quedaba un mechón, el que proporcionaba inteligencia superior a la de todos los mortales.
Mientras tanto, Plancton y sus miles de seguidores se habían transformado. El efecto del balón de oro se dejó sentir y amanecieron convertidos en copias de Daspelu. Con Plancton a la cabeza, atravesaron el Océano Atlántico y sitiaron Nueva Orleans. En aquella ciudad se habían reunido todos los Presidentes del mundo, y Plancton pensó que era una oportunidad única para convertirse en el amo del planeta. Tomaron, pues, el palacio de congresos y retuvieron a los presidentes como rehenes.
El mundo se paralizó, estupefacto. Todas las emisoras retransmitían sin cesar, en riguroso directo, la invasión de Nueva Orleans por los monstruosos y peludos microbios convertidos en enormes copias de Daspelu.
En cuanto a éste, salió desnudo a la calle y corrió a esconderse en el lugar que más a mano tuvo: la clase de 4º de primaria del Colegio Campijo, de Castro Urdiales. La chavalería lo encontró, tiritando de frío (porque era Enero), bajo la mesa del ordenador. Le ofrecieron algo de ropa y, lo que es más importante, su ayuda para salvar el mundo.
«Si queremos salvar el planeta, hay que quitarle el balón de oro a Plancton», dijo Daspelu, «¿puedo contar con vosotros?» Un entusiasta “sí” atronó la clase. Entonces, Daspelu tiró del único pelo que le había quedado, el de la inteligencia superior, y elaboró un increíble plan.
Desmantelaron el aula, la sala de ordenadores, la de profesores, incluso la máquina de café y la fotocopiadora, y construyeron, bajo la dirección de Daspelu-super-inteligente, un fabuloso vehículo. Lo llamaron el Autocovión, porque se desplazaba tanto por tierra, como por aire y mar. Equiparon el Autocovión con una gran manguera de agua a presión y, además, con un altavoz que emitía el sonido de las ballenas; Daspelu no explicó para qué lo quería, pero resultó ser fundamental. Además, instaló unos microchips en los ombligos de sus ayudantes, y éstos se transformaron en robots guerreros, de cuyas manos brotaban tijeras y de cuyas bocas manaba un surtidor.
El Autocovión sobrevoló el Atlántico e hizo su aparición triunfal en Nueva Orleans. Daspelu dividió a sus niñorobots en tres equipos. El primero se encargó de hacer una maniobra de distracción. Fue espectacular: saltaron desde el Autocovión, provistos de paracaídas, sobre el tejado del palacio de congresos de Nueva Orleans. Las cámaras de televisión se agolpaban para cubrir la noticia.
―¡No me lo puedo creer! ―decía una reportera―. ¡Esto es megatopesuperfuerte, amigos! Como podéis ver en las imágenes, están cortándoles el pelo a esos monstruos invasores... ¡Tienen las manos como tijeras!...
Aprovechando que todos estaban pendientes del primer equipo, un segundo grupo se introdujo por la puerta trasera en el edificio y, tras cruenta lucha, logró poner a salvo a los Presidentes del mundo. En cuanto al tercer grupo, el propio Daspelu lo guió por las alcantarillas hasta el centro de operaciones del malvado Plancton. Los niñorobots combatieron a tijeretazos y manguerazos contra los microbios daspelusizados que protegían a Plancton. Daspelu aprovechó el caos para enfrentarse al villano. Su objetivo era recuperar el balón de oro, único modo de que todo volviera a la normalidad.
Por desgracia, Plancton estaba pletórico de fuerzas y tenía unas melenas tan frondosas que sus superpoderes parecían no agotarse jamás. Daspelu no era rival para él. ¿Seguro que no? Daspelu recordó que aún le quedaba el pelo de la inteligencia y pensó que, quizá, con un poco de astucia, podría engañar a Plancton.
―¡Eres un iluso, Plancton! ―le dijo―. Te piensas que lo tienes todo, que eres el amo, pero hay algo que el balón de oro no puede darte.
―¿Cómo que no? ¡Todos los poderes mágicos de la Tierra están en este balón!
―Hay uno que no, Plancton...
―¡Mientes! ¡Los tengo todos!
―¡No tienes ni idea, microbio! ―le provocó Daspelu―. ¡Con ese balón jamás podrás convertirte en algo muy pequeño!
―¡Sí que puedo!
―¡No puedes, bacteria amorfa! ¡Si lo sabré yo...! ¡Jamás podrás volver a colarte en el cuerpo de la gente!
Plancton se enfadó.
―¡Me haré pequeño siempre que me dé la gana!
―Eres un fanfarrón. ¿A que no puedes transformarte en una pequeña quisquilla? ¡Eso, en una quisquilla de las que llaman krill! ¡Las que forman el plancton, y así haces honor a tu nombre!
Picado en su orgullo, el malvado Plancton rebuscó entre sus cabellos y tiró del adecuado. En un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en una diminuta gamba de krill.
―¡Ja, ja, ja...! ―rió―. ¿Ves cómo sí tenía ese poder?
Daspelu no le contestó. Como el rayo, cogió el balón de oro, que la diminuta gamba no podía sostener. En ese momento, la energía mágica regresó a su legítimo dueño, que recobró su antiguo aspecto, y todos los microbios daspelusizados que aún permanecían en pie se transformaron en pequeñas gambas de krill. Daspelu estaba satisfecho, pero aún quedaba algo por hacer.
Llamó al Autocovión y a los niñorobots y les indicó que enchufasen con sus mangueras a todo aquel plancton y lo arrastrasen hasta el mar. Toneladas de plancton dieron un tinte rosáceo al Atlántico. «¡Es el momento de hablar con las ballenas!», dijo Daspelu. Apretó el botón que activaba el altavoz y, acto seguido, la grabación de voces de ballena. Cientos de cetáceos acudieron al reclamo de la llamada y dieron buena cuenta del suculento krill que Daspelu y los niñorobots les ofrecían. Ese fue el fin del malvado microbio Plancton y sus millares de seguidores.
En cuanto a los niñorobots, la prensa los consideró auténticos héroes y, de regreso a Castro Urdiales, el Ayuntamiento celebró una gran fiesta en su honor. Daspelu les quitó los microchips de los ombligos y volvieron a ser las niñas y los niños de siempre.
―Esto ha sido todo por hoy ―dijo la reportera―. Devolvemos la conexión a los estudios. Nuestro programa ha terminado, pero pueden seguir informándose en el canal 24 horas. Un saludo.
Plancton vio en aquel balón de oro la posibilidad de convertirse en un ser como Daspelu, pero en malvado. Debía robar ese balón, pero, ¿cómo? No podía hacerlo solo, pues era muy pequeño, casi microscópico. Así pues, llamó a todos los de su especie, que acudieron en su auxilio.
Aquella noche, a Daspelu le empezó a picar todo el cuerpo. Una desagradable comezón no le dejaba dormir. Incluso el balón de oro parecía afectado por el extraño mal. Tan afectado, que empezó a moverse. Daspelu trató de retenerlo, mas no pudo. El balón salió rodando por la ventana y, de ahí, se deslizó por los canalones hasta el suelo, como si tuviera vida propia. Ignoraba Daspelu que eran el malvado Plancton y su ejército de microbios quienes se lo estaban robando.
Nada pudo hacer Daspelu. Separado del balón de oro, el pelo comenzó a caérsele y quedó despojado de sus sobrenaturales poderes. Al día siguiente, se había quedado completamente calvo. Bueno, casi. Aún le quedaba un mechón, el que proporcionaba inteligencia superior a la de todos los mortales.
Mientras tanto, Plancton y sus miles de seguidores se habían transformado. El efecto del balón de oro se dejó sentir y amanecieron convertidos en copias de Daspelu. Con Plancton a la cabeza, atravesaron el Océano Atlántico y sitiaron Nueva Orleans. En aquella ciudad se habían reunido todos los Presidentes del mundo, y Plancton pensó que era una oportunidad única para convertirse en el amo del planeta. Tomaron, pues, el palacio de congresos y retuvieron a los presidentes como rehenes.
El mundo se paralizó, estupefacto. Todas las emisoras retransmitían sin cesar, en riguroso directo, la invasión de Nueva Orleans por los monstruosos y peludos microbios convertidos en enormes copias de Daspelu.
En cuanto a éste, salió desnudo a la calle y corrió a esconderse en el lugar que más a mano tuvo: la clase de 4º de primaria del Colegio Campijo, de Castro Urdiales. La chavalería lo encontró, tiritando de frío (porque era Enero), bajo la mesa del ordenador. Le ofrecieron algo de ropa y, lo que es más importante, su ayuda para salvar el mundo.
«Si queremos salvar el planeta, hay que quitarle el balón de oro a Plancton», dijo Daspelu, «¿puedo contar con vosotros?» Un entusiasta “sí” atronó la clase. Entonces, Daspelu tiró del único pelo que le había quedado, el de la inteligencia superior, y elaboró un increíble plan.
Desmantelaron el aula, la sala de ordenadores, la de profesores, incluso la máquina de café y la fotocopiadora, y construyeron, bajo la dirección de Daspelu-super-inteligente, un fabuloso vehículo. Lo llamaron el Autocovión, porque se desplazaba tanto por tierra, como por aire y mar. Equiparon el Autocovión con una gran manguera de agua a presión y, además, con un altavoz que emitía el sonido de las ballenas; Daspelu no explicó para qué lo quería, pero resultó ser fundamental. Además, instaló unos microchips en los ombligos de sus ayudantes, y éstos se transformaron en robots guerreros, de cuyas manos brotaban tijeras y de cuyas bocas manaba un surtidor.
El Autocovión sobrevoló el Atlántico e hizo su aparición triunfal en Nueva Orleans. Daspelu dividió a sus niñorobots en tres equipos. El primero se encargó de hacer una maniobra de distracción. Fue espectacular: saltaron desde el Autocovión, provistos de paracaídas, sobre el tejado del palacio de congresos de Nueva Orleans. Las cámaras de televisión se agolpaban para cubrir la noticia.
―¡No me lo puedo creer! ―decía una reportera―. ¡Esto es megatopesuperfuerte, amigos! Como podéis ver en las imágenes, están cortándoles el pelo a esos monstruos invasores... ¡Tienen las manos como tijeras!...
Aprovechando que todos estaban pendientes del primer equipo, un segundo grupo se introdujo por la puerta trasera en el edificio y, tras cruenta lucha, logró poner a salvo a los Presidentes del mundo. En cuanto al tercer grupo, el propio Daspelu lo guió por las alcantarillas hasta el centro de operaciones del malvado Plancton. Los niñorobots combatieron a tijeretazos y manguerazos contra los microbios daspelusizados que protegían a Plancton. Daspelu aprovechó el caos para enfrentarse al villano. Su objetivo era recuperar el balón de oro, único modo de que todo volviera a la normalidad.
Por desgracia, Plancton estaba pletórico de fuerzas y tenía unas melenas tan frondosas que sus superpoderes parecían no agotarse jamás. Daspelu no era rival para él. ¿Seguro que no? Daspelu recordó que aún le quedaba el pelo de la inteligencia y pensó que, quizá, con un poco de astucia, podría engañar a Plancton.
―¡Eres un iluso, Plancton! ―le dijo―. Te piensas que lo tienes todo, que eres el amo, pero hay algo que el balón de oro no puede darte.
―¿Cómo que no? ¡Todos los poderes mágicos de la Tierra están en este balón!
―Hay uno que no, Plancton...
―¡Mientes! ¡Los tengo todos!
―¡No tienes ni idea, microbio! ―le provocó Daspelu―. ¡Con ese balón jamás podrás convertirte en algo muy pequeño!
―¡Sí que puedo!
―¡No puedes, bacteria amorfa! ¡Si lo sabré yo...! ¡Jamás podrás volver a colarte en el cuerpo de la gente!
Plancton se enfadó.
―¡Me haré pequeño siempre que me dé la gana!
―Eres un fanfarrón. ¿A que no puedes transformarte en una pequeña quisquilla? ¡Eso, en una quisquilla de las que llaman krill! ¡Las que forman el plancton, y así haces honor a tu nombre!
Picado en su orgullo, el malvado Plancton rebuscó entre sus cabellos y tiró del adecuado. En un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en una diminuta gamba de krill.
―¡Ja, ja, ja...! ―rió―. ¿Ves cómo sí tenía ese poder?
Daspelu no le contestó. Como el rayo, cogió el balón de oro, que la diminuta gamba no podía sostener. En ese momento, la energía mágica regresó a su legítimo dueño, que recobró su antiguo aspecto, y todos los microbios daspelusizados que aún permanecían en pie se transformaron en pequeñas gambas de krill. Daspelu estaba satisfecho, pero aún quedaba algo por hacer.
Llamó al Autocovión y a los niñorobots y les indicó que enchufasen con sus mangueras a todo aquel plancton y lo arrastrasen hasta el mar. Toneladas de plancton dieron un tinte rosáceo al Atlántico. «¡Es el momento de hablar con las ballenas!», dijo Daspelu. Apretó el botón que activaba el altavoz y, acto seguido, la grabación de voces de ballena. Cientos de cetáceos acudieron al reclamo de la llamada y dieron buena cuenta del suculento krill que Daspelu y los niñorobots les ofrecían. Ese fue el fin del malvado microbio Plancton y sus millares de seguidores.
En cuanto a los niñorobots, la prensa los consideró auténticos héroes y, de regreso a Castro Urdiales, el Ayuntamiento celebró una gran fiesta en su honor. Daspelu les quitó los microchips de los ombligos y volvieron a ser las niñas y los niños de siempre.
―Esto ha sido todo por hoy ―dijo la reportera―. Devolvemos la conexión a los estudios. Nuestro programa ha terminado, pero pueden seguir informándose en el canal 24 horas. Un saludo.
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