Cada mañana, una familia de cisnes se acicala en el parterre soleado que hay junto al apeadero. Padre, madre y cinco patitos feos atusan plumas y plumones, orean alas y se comen algún que otro bicho despistado que olvidó saltar de la cama al despuntar el alba, ¡se estaba tan caliente en ese edredón vivo...! Cisnes de cuellos orgullosos, que miran con soberbia a los estúpidos humanos, pobres animales sin plumas e incapaces de volar que pasan a su lado a toda prisa para tomar el tren, que les sacan una foto con el móvil para enviar a sus amigos o, quizá, a sus niños, esas criaturas a quienes apenas ven y con las que desearían sentarse al sol, atusarse plumas y plumones, comer algún que otro bicho despistado. Los cisnes desafían a los madrugadores, saben que hay envidia tras la apariencia de los ojos soñolientos que los ven, celos tras la media sonrisa de ay-que-linda-estampa. Imbéciles, los humanos. El cisne se levanta, se mueve con pesadez hacia la calzada, despacio, consciente de que su porte no es tan bueno en tierra como en el agua. Los peatones le dejan paso, cómo no hacerlo, con esa mirada altiva, ese parpar regio, esa superioridad de ave libre que tiene. Plumas, plumones, cuellos que se agitan, alas que se abren y el gran cisne camina zambo hasta el centro del asfalto, en plena curva, observa a la concurrencia y dirige desafiante el pico hacia los que esperan en el andén; el emperador de la laguna sabe que los humanos tienen miedo de los accidentes, sabe que una bestia con ruedas puede salirle al paso y terminar con sus días de nadar despreocupado, sabe que eso no les importa a los viajeros, pero que gritarán como locos, llamarán al ciento doce para atender a los heridos y a él lo echarán al contenedor de basura. Lo sabe y, aun así, se arriesga, por demostrar que él no teme a nada, por dejar claro que el mundo le pertenece tanto como a los humanos, aunque ellos posean pulgares y máquinas y móviles para sacar fotos y bestias con ruedas. El gran cisne ha decidido opinar al respecto en medio de la calzada, más bien sobre la calzada, ante los mirones que esperan en el andén, ante el perrito ladrador de polluelos y su dueño, ante la corredora que sale a entrenarse temprano, ante esa que llaman Civilización. Expresado su contundente parecer, mueve los pies palmeados y regresa a la hierba, junto a su compañera y los patitos feos.