viernes, 4 de octubre de 2013

El Tío Ramón y el cumpleaños de Kattigara

¿Quién no tiene un tío peculiar? Mi hijo, con solo siete años, tiene al menos uno y podría contar incluso tres, cada uno en su nivel de pintoresquismo. En muchas novelas, más aún cuando son sagas familiares, suele haber un Tío, con mayúsculas, que influye en mayor o menor medida al protagonista. El Tío benefactor, el crápula o el que se hace cargo del huérfano; o el Tío que aparece cual figura por encima del bien y del mal, el marino, el de los consejos, el del aguinaldo, el que lleva a pescar, el que chincha hasta límites insospechados al futuro narrador. Un Tío memorable es el de Moraes Zogoiby, en El último suspiro del Moro, de Salman Rushdie: un dandy vestido de blanco, casado por conveniencia y que siempre lleva con él a su inseparable perro disecado; hay alguna novela, como Al otro lado de la noche, de Jan van Mersbergen, que no sería concebible sin el Tío que obliga al sobrino a salir de su rutina hogareña una noche de carnaval; todo ello sin olvidar el tío protagonista por excelencia, el creado por Harriet Beecher Stowe, propietario de una cabaña que da título al libro.
La figura del Tío, en cualquier familia, tiene para los sobrinos cierto aire literario y, casi siempre, un nombre sonoro, fácil de recordar. Mi familia es generosa en la producción de este tipo de figuras, carne de cuento. Así, está el tío Damián, famoso por su buen humor y su capacidad para la parranda; o el tío Luis, de genio excéntrico y pampirolada pronta; por la otra rama destaca el tío Manuel, a quien de niña siempre imaginé —culpa de mi padre y sus historias— leyendo cómics en el barril de lo alto de un mástil, como vigía despistado en alguna expedición de Marco Polo. Pero hoy toca hablar del Tío Ramón, porque vino a rescatarme en una tarde de agobio y dolor de cabeza.
El Tío Ramón es un clásico. Como Borges, procura no leer a sus contemporáneos, y entre estos incluye a buena parte de los autores del siglo veinte, aun cuando hayan muerto antes de nacer él. Sé que hará excepción con Miguel Baquero, a quien hasta hoy desconocía, porque le he asegurado que su novela Vida de Martín Pijo es un moderno Lázaro de Tormes. Su mayor pasión conocida son los libros y, cuando vivía en Madrid, era feliz entre las casetas del libro viejo. No creo que haya leído La librería encantada, de Christopher Morley (demasiado moderna, para su gusto), mas, si lo hiciera, es posible que, de algún modo, se llegase a sentir identificado con el señor Roger Mifflin.
 «Como estás de cumpleaños», me dijo el Tío Ramón por teléfono, «te invito a una cerveza; a no ser, claro, que tengas intención de salir escopetada en cuanto den las ocho». La verdad es que sí pretendía volar a casa; estaba cansada, la tarde me había resultado agobiante, cargada de trabajo, con falta de sueño y locura de viento sur, ese que tanto nos afecta a los santanderinos —«es por la baja presión», creo recordar que decía mi difunto abuelo, «porque la sangre se expande y se sube a la cabeza, pero el cráneo se queda como está», o algo así; ¡curiosa teoría!—.
El Tío Ramón me propuso celebrar el primer año de la librería Espacio Kattigara en la barra de un bar, a ser posible uno de esos que ponen tapa, y yo mudé mis planes de estampida, pues el siroco y la pantalla del ordenador dan mucha sed. Además, ¡qué diantre!, con tanto lío como tenemos últimamente, no habíamos llegado a festejar la hazaña de haber aguantado trescientos sesenta y cinco días de libreros en plena crisis.
La primera cerveza estaba fría y mi paladar es un tanto británico para estas cosas, así que, tras un corto sorbo, me lancé sobre los canapés que nos pusieron de tapa. Proyectos, libros, qué tal el niño, cómo vais con el negocio… El Tío Ramón terminó su caña y pidió la segunda ronda cuando a mí aún me quedaba la mitad de la primera. «Así se te irá entibiando», justificó. Se conoce que servidora llevaba toda la tarde sin hablar, porque me embarqué en un monólogo apenas interrumpido por risas, exclamaciones monosilábicas y alguna que otra pregunta del Tío para soltarme aún más la lengua. Nos sacaron otra tapa, esta vez deliciosos boquerones. «Vas a perder el tren», observó el Tío Ramón. Me dio igual, bien podía ir en el siguiente, así que proseguimos la charla, trago va, boquerón viene.
«Se me pasó ir a la conferencia sobre el Quijote del martes pasado», dijo, «como estoy acostumbrado a los jueves…». Es verdad, el jueves es el día de la semana que de ordinario dedicamos a las actividades, pero en esta ocasión cambiamos el plan, para inaugurar nuestro curso de lectura y técnica narrativa con una amena exposición. El Tío Ramón se lo habría pasado bien; además, es todo un experto en la obra cervantina y tiene en el cajón unos estupendos trabajos sobre las rutas del ingenioso hidalgo.
Mientras charlábamos o, mejor, mientras lo hacía yo, los boquerones desaparecían poco a poco del plato. Cualquiera que lea esto, supondrá que el Tío Ramón se los comió en tanto que su parlanchina interlocutora le daba a la sin hueso; ¡craso error! Por difícil que parezca, demostré mi gran capacidad para hacer varias cosas al mismo tiempo, tales como beber, comer y hablar sin parar. Tras el último boquerón, callé de golpe. «¡Ostras!, ¡que me los he zampado todos!», dije, consternada. Él, con parsimonia, cogió un trozo de pan y rebañó el aceite del plato. «Ya me he dado cuenta», sonrió, y me ofreció la rebanada chorreante, «anda, toma esto, que es lo más rico».
En mi primer cumpleaños de librera, volví a ser niña. Gracias, Tío Ramón.