Así, como lo oyen. La novela El general y la musa, de Román Piña Valls (Ed. Sloper), está contraindicada para rostros maquillados y, en especial, para pestañas con rimmel. Las posibilidades de llorar de risa son tantas, que una servidora recomienda "enfrentarse" a este libro con la cara lavada o, al menos, con una buena cantidad de pañuelos de papel en el bolso.
Si no, que me lo cuenten a mí. Me regalé el libro el 23 de abril, porque tenía una pinta estupenda, porque me apetecía reír. En los tiempos que corren no estoy para dramas, la verdad, y busco con desesperación libros capaces de arrancarme una sonrisa, de forzar esos músculos que a veces pienso me han desaparecido, por falta de uso. No es una labor sencilla, pues encima soy sibarita y no me sirve el humor ordinario. Quiero obras divertidas, pero de calidad, y lo bueno siempre es difícil de encontrar.
Por diversas casualidades, di con El general y la musa. No me pude resistir. La idea de un Franco instalado en Mallorca, en 1933, y entregado por completo a una vida disoluta, convertido en batería de jazz de prestigio reconocido en toda Europa, y que lleva tatuada en el pecho a una presentadora de televisión del siglo XXI, picó mi curiosidad; pero, además, que intime con Robert Graves o le dé por seguir las huellas del piano de Chopin y George Sand, me parecieron delirios de lo más sugerentes.
Así pues, pedí el libro a uno de los proveedores de nuestra librería (permítanme aquí un inciso publicitario para explicar, a quien no lo sepa, que se trata de la Librería Espacio Kattigara, en Santander), me lo pagué religiosamente, para que el socio librero no me riñera, y me lo llevé al tren, de vuelta a casa. Aquí es donde empezaron mis problemas con las lágrimas y el maquillaje.
El general y la musa empieza con una "rueda de prensa inversa", curioso concepto, simpático de por sí, que el autor emplea como disculpa para establecer el contrato narrativo con el lector. Por lo general, las primeras páginas de un libro dan al lector la idea de qué le van a contar, quién lo va a hacer y cómo, y crean una serie de expectativas que el lector desea ver cumplidas a lo largo de la obra; por eso los comienzos son tan difíciles de escribir, porque si uno mete la pata, el lector puede no ver claro de qué va la novela, o al revés, puede esperar mucho de un texto que después le decepciona, casos ambos que aumentan las probabilidades de abandono de la lectura y uso posterior del libro para calzar mesas cojitrancas.
En El general y la musa, los términos de este "contrato narrativo" se establecen con un descaro delicioso en esta introducción, que resulta ser una entrevista firmada por un tal Randy Waters, periodista británico que no sabe español y es convocado, a gastos pagados, como interlocutor entre el mundo por un lado, y el autor -Román Piña- y sus protagonistas -Patricia Conde y Franco-, por otro. En esta entrevista, con un arte gamberro que ya de por sí es un punto a favor, el autor nos ofrece, al mismo tiempo, una crítica del panorama literario español y las claves para entender el juego fantástico de la obra. No tiene desperdicio, y los músculos de la sonrisa se ejercitan con alegría durante la lectura. Dejo aquí, en cualquier caso, una de sus frases, que sirve de resumen:
(...) he venido a poner paz y a sugerir un nuevo camino para la narrativa española. (...) En serio. Tenemos por un lado la novela histórica, por otro la Guerra Civil, y por otro el Nocillismo. Yo he apostado por darle Nocilla a Franco, contra la verdad histórica.
Terminada la entrevista, empieza el diario de Francisco Franco Bahamonde. Narrado en primera persona, comienza con un Franco que se despierta con extrañas pesadillas y se da a la bebida de licor de hierbas que él mismo destila, mientras discurre cómo remodelar la ciudad de Palma. Pronto se aficiona al bar Honolulú, hasta el punto de entrar como baterista en la banda de jazz allí residente, lo que empieza a darle fama mundial -incluso recibe invitación de Dyango Reinhardt para unirse a su grupo-, al mismo tiempo que preocupa a los mandos centrales, pues empiezan a asustarse con sus excentricidades. Otra que también está preocupada por las rarezas de su marido es Carmen Polo, lo cual no le impide participar en los cónclaves nudistas de Robert Graves y sus amigos, entre otros recochineos del libro. Es esta, quizá, una de las escenas de toque metaliterario más interesantes: en ella el escritor, Franco y sus respectivas señoras, llegan a tal punto de intimidad y licor, que terminan en pelota picada y Graves les confiesa que, en realidad, es el propio emperador Claudio quien escribe a través de su mano, pues él se considera una especie de "médium" de la Historia y, ante la pregunta de Carmen con respecto al uso de la imaginación por los escritores, responde:
La mayoría, sí [usan la imaginación]. Yo lo he probado, pero es agotador. Tampoco me inspiro en fuentes primigenias, porque os confieso que después de diez años estudiando latín y griego, sigo sin enterarme de nada. Pero tengo un truco propio: me dejo poseer por el espíritu inmortal de los tiempos. Seguramente todos los hombres compartimos en una pequeña cantidad la sangre de nuestros antepasados. Nuestro cerebro es un abismo infinito y, si pulsamos la cuerda adecuada, resonará el eco que sembraron nuestros ancestros. Cuando yo acaricio una tanagra o un sestercio, puedo sentir la conciencia de los griegos y los romanos que los agarraron por primera vez.
Esta habilidad de Robert Graves le resultará de gran utilidad a nuestro Franco cuando se empeñe en descubrir el fraude del piano de Chopin, cosa que hará convenientemente disfrazado de investigador bohemio, para no dar más que hablar a los mandos. En el curso de esta investigación, las aventuras de Franco se suceden, se complican, empiezan a parecer inverosímiles, todo intercalado con los extraños sueños en que se le aparece una mujer bellísima llamada Patricia Conde, a quien considera su musa y cuyo nombre y efigie se tatúa en el pecho, para mostrarlo en los conciertos, con la esperanza de que alguien la reconozca y le dé señas de ella.
La novela está escrita de tal modo que al principio se puede reconocer, aunque con un estilo menos formal del que tenemos en mente, al militar; pero, a medida que avanza, el lenguaje se vuelve cada vez más coloquial, más de nuestro siglo. Las referencias -homenajes- al cine y a la música, junto al uso de expresiones actuales, crean un ambiente irreal, en el que un protagonista muy moderno choca con la época y su propio nombre. Llega un momento en el que el lector duda del autor, ¿cómo va a resolver esto?, ¡es imposible que la novela acabe de modo coherente! Sin embargo, así sucede, y me temo que de esto no puedo hablar, porque el efecto es tan bueno que estaríamos ante un verdadero "spoil".
Lo que sí puedo decir, a modo de advertencia, es que El general y la musa cierra con verosimilitud, bien entendido que esta cualidad de una obra no debe identificarse con realidad ni realismo. Hay explicación para todo lo que ocurre en la novela, se resuelven los misterios, se descubren las identidades... pero nada sucede del modo esperado.
Para terminar, transcribo aquí un pasaje de mi propio diario, en el que dejo constancia de la incompatibilidad de El general y la musa con el maquillaje.
Día 26 de abril. Tengo un serio problema con este libro. Me pasa desde el martes, día en que lo compré, pero hoy ha sido el acabóse. Por la mañanuca, en el tren, voy yo a Santander toda mona, con el ojo pintado y esas cosas que suelen hacerse para disimular el careto adormilado y las ojeras del estrés, cuando, a cuatro paradas de mi destino, Franco mete el dedo medio del pie en el agujero de la bañera. Una carcajada mal reprimida en el vagón atestado de rostros tristes contagiados de noticias. Todos me miran, pero nadie oye los gritos de Franco pidiendo auxilio. Risotada incontenida. Los viajeros se hacen gestos con el dedo en la sien, mientras me miran de reojo. Y el verbo toma forma en un onomatopéyico neologismo. Resconhuydo. Toma ya. Lagrimón, dos lagrimones, tres... una cascada de lagrimones hilarantes, que no puede contenerse. Murmullos en el cercanías, ya sin disimulo. Y servidora nota cómo el rímel se corre y no tengo ni un mísero moquero de papel y no puedo dejar de reír y cierro el libro y algunos señalan y Franco sigue haciendo equilibrismos nudistas en la bañera y trato de secarme con la mano y pringo la manga con el pintalabios y no hay un alma que me socorra con un pañuelo y mi cara es un puro chorretón de maquillaje...Tarea pendiente: Si tengo oportunidad, debo advertir al editor de El general y la musa de que esta obra perjudica seriamente el maquillaje y la buena imagen de los lectores incautos. Quizá pueda organizar una campaña en la que se regale un paquete de pañuelos de papel con cada libro. De paso, le pediré que venga a Flic! con nosotros.