Acabo de terminar, con pena por haberlo acabado, El último suspiro del Moro, de Salman Rushdie. Es una obra en la que se combina la saga familiar con el retrato de la historia reciente de la India, narrada en primera persona por Moraes (Moro) Zogoiby, el último de una familia que construyó un imperio a partir del comercio de la pimienta. Si nos tenemos que fiar de la sinopsis de la contraportada, el libro es una alegoría de la lucha del bien, la belleza y el amor, contra el mal; sin embargo, mi impresión es otra, pues el relato de Moraes Zogoiby está lleno de penumbras, de capas, como el propio cuadro que da título a la novela, un palimpsesto en que el lector cambia de modo constante los afectos hacia unos y otros personajes, a quienes ora comprende y justifica, ora aborrece y juzga culpables. Nada es lo que parece y en esa ambigüedad, en esa indefinición, está el verdadero poder de la obra.
El amor, por supuesto, es uno de los temas centrales, el amor a la vida, a pesar de que todo está en contra del protagonista. En cierto modo, Moraes Zogoiby es un trasunto retorcido del propio autor, o al menos así lo deja caer Rushdie en sus memorias, Joseph Anton, publicadas en otoño de 2012. Moraes es un hombre de brazo deforme (un auténtico Martillo que utilizará en los capítulos más turbios de la novela) y vida acelerada: por algún defecto en sus cromosomas, envejece a un ritmo que es el doble de lo normal. En un mundo regido por la apariencia, apenas disfruta de un espejismo de infancia, porque a los tres años tiene el aspecto de un niño de seis, a los siete el cuerpo y los impulsos de un adolescente y a los treinta y seis es un decrépito viejo de setenta y dos. Sin embargo, Moro busca ser igual que los demás, busca amar y ser amado y busca un sentido a su vida, atrapada en una cárcel de tiempo, igual que el autor, Salman Rushdie, estaba cuando lo escribió: escondido, sin libertad, atado a una vida de miedo constante a la muerte, a la falta de un futuro. Terminar El último suspiro del Moro fue, para el autor, una victoria de la libertad sobre la fetua, sobre la barbarie; pudo crear una de sus mejores obras en medio de su batalla por la vida y la dignidad.
El relato comienza en el mismo lugar donde termina, la tumba en la que Moraes Zogoiby se echa a morir. Sin embargo, el personaje central es, en realidad, Aurora Zogoiby, heredera de una rica familia de comerciantes de las especias, pintora excelsa, rebelde y temperamental, cuya estrella es tan brillante que todo gira en torno a ella, a quien, por otra parte, se describe no sólo a través de las impresiones del propio narrador, sino también de sus propios cuadros. Es difícil el juego que hace Rushdie con lo pictórico, pues describe los cuadros desde una perspectiva psicológica, de modo que el lector, más que una composición estática, imagina una obra dinámica, fabricada con gritos, agonías, furias, pasiones y angustias en movimiento.
El personaje que complementa a Aurora es su esposo, Abraham Zogoiby, quien de humilde empleado de la empresa, pasa a ser un auténtico Capone, cuyos negocios sucios van del tráfico sexual de menores a la droga, y llega a controlar Bombay o, mejor dicho, medio Bombay, porque el otro medio cae en manos de su peor enemigo, Mainduck, para quien Moro llega a trabajar como matón. Abraham es un personaje que se somete a Aurora en lo doméstico y social, pero sólo como apariencia. Ella, de todos modos, nunca pregunta a su marido cómo van los negocios.
Espejo y en cierto modo antagonista de los anteriores, es el pintor Vasco Miranda, quien, obsesionado hasta la demencia por Aurora, es la causa final de que Moro venga a España y escriba su historia, aunque aseguro al lector que se sorprenderá, y mucho, con el giro que da el final de la novela. En la misma línea, creadora-destructora, está la escultora Uma Sarasvati, desquiciada, de la que Moro se enamora y que labra una de sus mayores desgracias.
Hay también un personaje que está presente en toda la obra, nada menos que el mismísimo Boabdil de Granada. El protagonista y narrador, Moraes (Moro), se siente no pocas veces heredero de sus desgracias, sensación que se intensifica por la visión pictórica de Aurora, que toma a Boabdil-Moraes como protagonista de sus series de Cuadros del Moro. Es el llamado de la Alhambra perdida por los míticos antepasados lo que lleva a los personajes a España.
Digno de mención es que la historia, circular en la forma (en cuanto que empieza en el mismo lugar en que termina) y lineal en el contenido (en la medida en que narra la historia familiar desde la época de su bisabuela), está concebida, como dije arriba, como un palimpsesto de capas superpuestas. Los actos y personalidades de los actores, a medida que pasan las páginas, nos dan visiones que pueden llegar a contradecirse, sin que ello signifique pérdida de verosimilitud, sino todo lo contrario: la riqueza psicológica de los personajes les da corporeidad. El lector, igual que Moro, llega un momento en que no sabe qué pensar de unos y de otros, y se da cuenta de que lo hermoso y lo feo de la vida conviven, inseparables, y que alguien tire la primera piedra.
El lenguaje, por cierto, es muy rico y plagado de juegos de palabras; el traductor, Miguel Sáenz, ha hecho un gran trabajo, porque si el inglés es un idioma que, de por sí, es muy dúctil y permite a los escritores crear palabras, en este caso hay que añadir las combinaciones que produce con los lenguajes de la India. Por ejemplo, a partir de la forma de pronunciar las palabras inglesas por los indios, crean nombres, apodos y formas de designar personas y cosas. Así sucede con el portero de la residencia Zogoiby en Bombay, un hombre de pata de palo apoyado en una muleta.
Mis padres, en su incomprensible jerigonza, lo llamaban Lambajan Chandiwala. En aquellos tiempos, muchas más personas habrían comprendido ese chiste interlingüístico: lamba, largo (long); jan suena como Juan (John); chandi es la plata (silver). Long John Silver, el capitán pirata de La isla del tesoro, aterradoramente hirsuto, pero literal y metafóricamente tan desdentado como el día en que nació (...).
También emplea un recurso que en español no explotamos demasiado, pero es muy típico del mundo anglosajón, la utilización de varias palabras, unidas por guiones, para resaltar la importancia de un todo, a modo de sustantivación. Por poner un par de ejemplos: "habló del fuego del Infierno y la condenación y de hasta-que-la-muerte-nos-separe, con una voz seráfica tan cortante como un cristal roto", "Aurora y yo posamos, un tanto blasfemamente, como una Virgen-con-niño impíos". Este juego léxico funciona bien en inglés, pero en la edición en castellano pierde gracia, al menos en parte de los casos. ¡Es una lástima no tener un nivel de inglés lo bastante bueno como para leer a Rushdie en su propio idioma!
No puedo terminar esta reseña sin hablar de la ambientación. India en todo su esplendor de maravilla y miseria, y la historia reciente, desde Gandhi y Nehru hasta los años noventa, con los problemas postcoloniales, la sangre derramada, la corrupción y la miseria. Me llama, no obstante, la atención, el hecho de que hayan catalogado la obra dentro del "realismo mágico". En realidad, esa etiqueta no me ha gustado nunca, porque se aplica con alegría a toda obra de adultos en la que hay elemento maravilloso (no necesariamente "mágico", pero sí diferenciado de las obras basadas en la insoportable ñoñería cotidiana que tanto gusta a la industria cultural), y ese elemento maravilloso resulta exótico a los ojos del europeo medio. Así, nos hablan del "realismo mágico sudamericano", cuando muchas veces no se trata de un contenido sobrenatural, sino del modo en que plasman los autores la percepción de lo inexplicable que es propia de esas latitudes. En cambio, no se suele catalogar a Gonzalo Torrente Ballester o a Álvaro Cunqueiro dentro de esta corriente, me da a mí que debido a que su visión de lo inexplicable cuadra bastante, como es lógico, con la del sentir de los lectores. En esta obra de Salman Rushdie no hay fantasmas ni magos, pero los personajes (absolutamente ateos, además), ofrecen como posibles (y verosímiles), junto a las explicaciones racionales, otras irreales.
Dejando cuestiones de etiquetado aparte, lo cierto es que estamos ante una obra mayor, que no en vano ha recibido varios galardones (entre otros, el Man Booker Price de 1995), y merece la pena sumergirse en su lectura. Puedo asegurar que os sorprenderá, de principio a fin (y más aún en el fin), os pondrá tristes, os apasionará, os hará sonreír y escandalizaros, maravillaros también y, por último, conmoveros. Con la Alhambra del final de Moraes Zogoiby, os dejo por hoy. ¿Qué leeré a continuación?
La Alhambra, el fuerte rojo de Europa, hermana de los de Delhi y Agra... El palacio de formas entrelazadas de secreta sabiduría, de patios deplacer y jardines de juegos de agua, ese monumento a una posibilidad perdida que, sin embargo, ha seguido en pie mucho después de que sus conquistadores cayeran; como un testamento al amor perdido pero dulcísimo, al amor que dura más allá de la derrota, más allá de la aniquilación, más allá del desespero; al amor derrotado que es más grande que lo que la derrota, a la más profunda de nuestras necesidades, a nuestra necesidad de confluir, de poner fin a las fronteras, de dejar caer los límites del propio yo. Sí, la he mirado a través de una llanura oceánica, aunque no se me ha concedido entrar en sus nobles patios. La miro desvanecerse en el crepúsculo y, al apagarse, me llena los ojos de lágrimas.
1 comentario:
Estimada
He comenzado esta mañana a leerlo. Después veré tu comentario y te mando mi punto de vista, sí?
Feliz 2014!
Desde Buenos Aires
Margarita Schultz
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