¿Quién no tiene un tío peculiar?
Mi hijo, con solo siete años, tiene al menos uno y podría contar incluso tres,
cada uno en su nivel de pintoresquismo. En muchas novelas, más aún cuando son
sagas familiares, suele haber un Tío, con mayúsculas, que influye en mayor o
menor medida al protagonista. El Tío benefactor, el crápula o el que se hace
cargo del huérfano; o el Tío que aparece cual figura por encima del bien y del
mal, el marino, el de los consejos, el del aguinaldo, el que lleva a pescar, el
que chincha hasta límites insospechados al futuro narrador. Un Tío memorable es
el de Moraes Zogoiby, en El último
suspiro del Moro, de Salman Rushdie: un dandy vestido de blanco, casado por
conveniencia y que siempre lleva con él a su inseparable perro disecado; hay alguna
novela, como Al otro lado de la noche,
de Jan van Mersbergen, que no sería concebible sin el Tío que obliga al sobrino
a salir de su rutina hogareña una noche de carnaval; todo ello sin olvidar el
tío protagonista por excelencia, el creado por Harriet Beecher Stowe,
propietario de una cabaña que da título al libro.
La figura del Tío, en cualquier
familia, tiene para los sobrinos cierto aire literario y, casi siempre, un
nombre sonoro, fácil de recordar. Mi familia es generosa en la producción de
este tipo de figuras, carne de cuento. Así, está el tío Damián, famoso por su
buen humor y su capacidad para la parranda; o el tío Luis, de genio excéntrico
y pampirolada pronta; por la otra rama destaca el tío Manuel, a quien de niña
siempre imaginé —culpa de mi padre y sus historias— leyendo cómics en el barril
de lo alto de un mástil, como vigía despistado en alguna expedición de Marco
Polo. Pero hoy toca hablar del Tío Ramón, porque vino a rescatarme en una tarde
de agobio y dolor de cabeza.
El Tío Ramón es un clásico. Como
Borges, procura no leer a sus contemporáneos, y entre estos incluye a buena
parte de los autores del siglo veinte, aun cuando hayan muerto antes de nacer
él. Sé que hará excepción con Miguel Baquero, a quien hasta hoy desconocía,
porque le he asegurado que su novela Vida
de Martín Pijo es un moderno Lázaro de Tormes. Su mayor pasión conocida son
los libros y, cuando vivía en Madrid, era feliz entre las casetas del libro
viejo. No creo que haya leído La librería
encantada, de Christopher Morley (demasiado moderna, para su gusto), mas,
si lo hiciera, es posible que, de algún modo, se llegase a sentir identificado
con el señor Roger Mifflin.
«Como estás de cumpleaños», me dijo el Tío
Ramón por teléfono, «te invito a una cerveza; a no ser, claro, que tengas
intención de salir escopetada en cuanto den las ocho». La verdad es que sí pretendía
volar a casa; estaba cansada, la tarde me había resultado agobiante, cargada de
trabajo, con falta de sueño y locura de viento sur, ese que tanto nos afecta a
los santanderinos —«es por la baja presión», creo recordar que decía mi
difunto abuelo, «porque la sangre se expande y se sube a la cabeza, pero el
cráneo se queda como está», o algo así; ¡curiosa teoría!—.
El Tío Ramón me propuso celebrar
el primer año de la librería Espacio Kattigara en la barra de un bar, a ser
posible uno de esos que ponen tapa, y yo mudé mis planes de estampida, pues el
siroco y la pantalla del ordenador dan mucha sed. Además, ¡qué diantre!, con
tanto lío como tenemos últimamente, no habíamos llegado a festejar la hazaña de
haber aguantado trescientos sesenta y cinco días de libreros en plena crisis.
La primera cerveza estaba fría y
mi paladar es un tanto británico para estas cosas, así que, tras un corto
sorbo, me lancé sobre los canapés que nos pusieron de tapa. Proyectos, libros,
qué tal el niño, cómo vais con el negocio… El Tío Ramón terminó su caña y pidió
la segunda ronda cuando a mí aún me quedaba la mitad de la primera. «Así se te irá
entibiando», justificó. Se conoce que servidora llevaba toda la tarde sin
hablar, porque me embarqué en un monólogo apenas interrumpido por risas,
exclamaciones monosilábicas y alguna que otra pregunta del Tío para soltarme
aún más la lengua. Nos sacaron otra tapa, esta vez deliciosos boquerones.
«Vas a perder el tren», observó el Tío Ramón. Me dio igual, bien podía ir en el
siguiente, así que proseguimos la charla, trago va, boquerón viene.
«Se me pasó ir a la conferencia
sobre el Quijote del martes pasado», dijo, «como estoy acostumbrado a los
jueves…». Es verdad, el jueves es el día de la semana que de ordinario dedicamos a
las actividades, pero en esta ocasión cambiamos el plan, para inaugurar nuestro
curso de lectura y técnica narrativa con una amena exposición. El Tío Ramón se
lo habría pasado bien; además, es todo un experto en la obra cervantina y tiene
en el cajón unos estupendos trabajos sobre las rutas del ingenioso hidalgo.
Mientras charlábamos o, mejor,
mientras lo hacía yo, los boquerones desaparecían poco a poco del plato.
Cualquiera que lea esto, supondrá que el Tío Ramón se los comió en tanto que su
parlanchina interlocutora le daba a la sin hueso; ¡craso error! Por difícil que
parezca, demostré mi gran capacidad para hacer varias cosas al mismo tiempo,
tales como beber, comer y hablar sin parar. Tras el último boquerón, callé de
golpe. «¡Ostras!, ¡que me los he zampado todos!», dije, consternada. Él, con
parsimonia, cogió un trozo de pan y rebañó el aceite del plato. «Ya me he dado
cuenta», sonrió, y me ofreció la rebanada chorreante, «anda, toma esto, que es
lo más rico».
En mi primer cumpleaños de librera, volví a ser niña. Gracias, Tío Ramón.