26/10/2009
Érase una vez, en un lugar muy lejano y recóndito llamado Santander, un Chico Futbolista que se entrenaba con ahínco. Día tras día pateaba su balón, pues tenía un sueño: llegar a ganar la Champions League vestido con la camiseta del Sevilla (¡olé!). Su esfuerzo parecía infructuoso, pues el Chico Futbolista, por más que perseveraba, no lograba que ningún ojeador reparase en él.
Una mañana descubrió algo increíble, alucinante y envidiable: ¡una compañera de su instituto podía volar! Se dio cuenta por casualidad, como suelen ocurrir estas cosas, cuando la muchacha se lanzó en una loca carrera por tomar el autobús. La Chica Voladora levantó los pies del suelo y, a gran velocidad, sin que sus zapatos rozasen el asfalto, alcanzó una ventana del urbano y se coló por ella. Ni qué decir tiene que el Chico Futbolista se quedó patidifuso... y en tierra.«Si yo pudiera volar así por el campo, con suficiente disimulo para que no me pillase el árbitro, seguro que metería muchos goles y me ficharían en el Sevilla», pensó. Ni corto ni perezoso, le pidió a la Chica Voladora que le revelase su secreto. Al principio, ella dudó, mas él logró convencerla. La Chica Voladora le sujetó de la mano y lo arrastró por los aires (balón incluido), hasta el País de Nunca Jamás.
El viaje fue muy largo y, tras aterrizar en Nunca Jamás, el Chico Futbolista temblaba de pies a cabeza, le castañeteaban los dientes y le tiritaba el balón, de puro miedo que había pasado. La Chica Voladora lo miró con aire indeciso.
―¿Estás seguro de que quieres aprender a volar?
Él logró balbucir un “sí”. Ella se encogió de hombros y le indicó que debían seguir adelante, hasta encontrar a las hadas del lugar, que fabricaban el polvo mágico indispensable para levantar el vuelo.
Por desgracia, la Chica Voladora ignoraba que, desde su última visita, el País de Nunca Jamás había cambiado mucho. Un extraño proyectil de plutonio, proveniente del espacio sideral, se había estrellado contra un campo de zanahorias de la isla, provocando una peligrosa reacción mutagénica en sus habitantes.
Entre los más afectados por el desastre se encontraban los instrumentos musicales de la orquesta de Nunca Jamás, que se habían transformado en auténticos monstruos hambrientos. Una tuba de aspecto feroz salió por sorpresa de la espesura y se zampó de un bocado a la Chica Voladora y el Chico Futbolista, quienes no tuvieron tiempo de reaccionar. Por suerte para ellos, las tubas carecen de dientes, así que no fueron masticados.
En la panza del metálico instrumento, se encontraron con un Castor Terminator de grandes incisivos y ruedas en la espalda, que pugnaba por escapar. Subía por la pared lisa de la tuba, mas los neumáticos no agarraban bien en aquella superficie, de modo que resbalaba una y otra vez. El pobre estaba desesperado y le angustiaba imaginar la lenta digestión que les esperaba. ¿Cómo podrían salir de allí?
La Chica Voladora pensó, con muy buen criterio, que nada se le había perdido dentro de una tuba, y se dispuso a marcharse volando por donde había entrado. Quiso llevarse consigo al Chico Futbolista, mas el Castor Terminator se negó en redondo a quedarse allí solo. Como la Chica Voladora no deseaba cargar con el raro animal, este atrapó el balón del Chico Futbolista y amenazó con clavarle los poderosos dientes si lo abandonaban. Dado que el dueño del esférico no estaba por la labor de perderlo, se quedó dentro de la tuba, con el Castor Terminator, mientras la Chica Voladora iba en busca de ayuda.
La fuga de la Chica Voladora, empero, no resultó fácil. Los violines tensaron arcos y cuerdas y la asaetearon con proyectiles musicales. Esquivó todos los que pudo, pero una puntiaguda corchea le acertó en el coco. La Chica Voladora cayó sin remedio.
Su vertiginoso descenso fue amortiguado por las cristalinas aguas de un lago repleto de peces. Quizá porque estaba aturdida, quizá porque en verdad era así, la Chica Voladora tuvo la sensación de conocer a varios de los animales acuáticos. «¡Qué raro!», pensó, «estos pescaditos me recuerdan a unos chavales del instituto, ¿serán sus reencarnaciones?» Picada por la curiosidad, la Chica Voladora se acercó más de la cuenta a los peces, que de pronto abrieron sus bocas para enseñar unos terroríficos dientes de piraña.
Mojada como estaba, la Chica Voladora no podía utilizar los polvos de hada para huir por el aire, así que se vio obligada a nadar. Los peces eran veloces, pero ella lo fue más, ya que había sido campeona nacional de natación. Una vez en la orilla, se secó lo mejor que pudo y se embadurnó de nuevo con polvos de hada. ¡Menos mal que era precavida y siempre llevaba una reserva metida en un paquetito impermeable!
Se dio una palmada en la frente. ¡Tenía polvo de hada suficiente como para rescatar al Chico Futbolista y el Castor Terminator, que seguían en la barriga de la tuba! Voló rauda hasta ellos y les roció con la preciosa ceniza dorada. Los dos prisioneros estaban empezando a sufrir de lo lindo, a cuenta de los jugos gástricos del instrumento, así que no perdieron tiempo en hacer preguntas.
Agitaron sus brazos, como si fueran alas, y la tuba se vio obligada a escupirlos. Se reunieron con la Chica Voladora a una distancia prudencial de los violines arqueros.
―¡Ya podía habérsete ocurrido antes! ―le espetó el Chico Futbolista, enfadado, a la Chica Voladora―. ¡Tanta historia para aprender a volar, y resulta que durante todo este tiempo tenías guardados polvos mágicos!
―Lo siento. Ni me acordé ―se disculpó ella.
Sobrevolaron el bosque hasta hallar un claro en el que posarse a descansar. Sin embargo, no bien hubieron tocado tierra, se vieron rodeados de diminutas hadas de rostros angelicales. El Castor Terminator no se fiaba de tan linda apariencia y a punto estuvo de discutir con la Chica Voladora a causa de esto. La sangre no llegó al río porque el Chico Futbolista señaló, atónito, a Michael Jackson, que cabalgaba a lomos de un cerdo volador mientras ordeñaba una vaca provista también de alas.
Los tres miraron, incrédulos, a tan insólitos aeronautas. Al salir de su estupefacción, se encontraron con una visión aterradora: las bonitas hadas también habían sido afectadas por la radiación de plutonio, y se mostraban ahora con su aspecto real. Eran plateadas, provistas de un solo ojo y de dientes afilados como pequeñas agujas capaces de atravesar cualquier cosa. Estaban cubiertas de hojas y acompañadas de un auténtico ejército de hormigas en bicicleta.
―¡Huyamos volando! ―sugirió el Chico Futbolista.
La Chica Voladora chasqueó la lengua.
―Mala idea ―dijo―. Son mucho más rápidas que nosotras.
―Entonces, ¡ataquemos! ―exclamó el Chico Futbolista y dio un formidable patadón con efecto a su pelota, que derribó a una veintena de hadas y un batallón entero de hormigas ciclistas. El Castor Terminator no se quedó atrás y, sobre sus cuatro ruedas, arremetió contra ellas causando una gran escabechina.
No fue suficiente; había demasiadas hadas monoculares. La Chica Voladora, en un intento desesperado, quiso elevarse por los aires, mas un centenar de enemigas le mordieron los zapatos y los pantalones.
―¡Socorro! ¡Auxilio! ―gritó.
Sus súplicas fueron escuchadas por Michael Jackson, que dio media vuelta. Al ver el peligro en que se encontraban nuestros protagonistas, ordenó a su vaca alada y a su cerdo volante que bombardeasen a las horribles hadas con toda su munición. Una lluvia de boñiga vacuna y bosta porcina sepultó a las diminutas agresoras, que se ahogaron en medio de aquel mar hediondo, junto con su temible ejército de hormigas.
Michael Jackson aterrizó junto a la Chica Voladora, el Chico Futbolista y el Castor Terminator, hizo uno de sus típicos movimientos y empezó a cantar su famoso Thriller. Los muertos se levantaron, todos bailaron, y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
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