miércoles, 21 de abril de 2010

¡¡MIERDA A LA VISTA...!! (Cuento colectivo - 6º Primaria - CEIP Campijo)

El día 20 de abril, la chavalería de 6º de Primaria del CEIP San Martín de Campijo (Castro Urdiales) elaboró su particular versión de la historia de "La sirenita", que todos conocen por la película de Disney. Tan bien se lo pasaron, que cualquier parecido con el original es mera coincidencia.
"La sirenita Oseafea, hija de Neptuno, el dios del mar, tenía muy buen cuerpo, mas, para su desgracia, era tan fea que incluso los monstruos abisales retrocedían ante su cara. De rasgos horribles, su rostro estaba cubierto por decenas de verrugas y de su boca salía un larguísimo y afilado diente. Era tan largo el incisivo que, cuando nadaba, hacía surcos en el fondo marino, profundos canalillos que los cangrejos aprovechaban para sembrar algas..."

¡¡MIERDA A LA VISTA…!!
Cuento colectivo de la clase de 6º de Primaria del CEIP San Martín de Campijo (Castro Urdiales).
20/04/2010
La sirenita Oseafea, hija de Neptuno, el dios del mar, tenía muy buen cuerpo, mas, para su desgracia, era tan fea que incluso los monstruos abisales retrocedían ante su cara. De rasgos horribles, su rostro estaba cubierto por decenas de verrugas y de su boca salía un larguísimo y afilado diente. Era tan largo el incisivo que, cuando nadaba, hacía surcos en el fondo marino, profundos canalillos que los cangrejos aprovechaban para sembrar algas.

La princesa Oseafea tenía una curiosa habilidad, la única que le permitía conservar su buena posición en la corte. Era capaz de interpretar la novena sinfonía de Beethoven con armoniosas pedorretas de sus sobacos. Su padre, Neptuno, y el resto de sirenas y tritones se deleitaban con sus conciertos, tanto más cuanto que, a causa de las burbujas que el axilar instrumento provocaba en torno a Oseafea, no le veían la cara durante la actuación.

Un buen día, mientras disfrutaban de la música sobaquil de Oseafea, se hizo en el mar una profunda oscuridad. Sobre el palacio de Neptuno nadaba una mole monstruosa que tapó la claridad. ¡Qué espanto! Era la pavorosa y terrible doña Kraken, la pulpo de treinta y ocho brazos, la madre de todos los cefalópodos. La Kraken tenía hambre, deseaba llenar su enorme estómago con carne de sirena y de tritón, y cayó sobre ellos con fiereza.

Caos, gritos, pánico… Tomados por sorpresa, nada pudieron hacer los súbditos de Neptuno, que eran atrapados por los duros tentáculos de la Kraken. De pronto, se derrumbó parte del techo divino y la luz iluminó de nuevo el salón del trono, donde la sirenita Oseafea aún interpretaba la novena sinfonía de Beethoven.

La Kraken reparó en aquella figura rodeada de burbujas y quiso comérsela. Paralizada por el miedo, Oseafea dejó de tocar y, en consecuencia, las burbujas que la envolvían desaparecieron. El rostro de la sirenita Oseafea lució en todo su feísimo esplendor y la Kraken, horripilada, huyó cual alma que lleva el diablo.

El alivio del mundo submarino fue tal, que los tritones (o sirenos, muy guapos todos, musculosos y de muy buen ver) la abrazaron e, incluso, las demás sirenitas valoraron la posibilidad de admitir a Oseafea en su club del five o’clock tea. La princesa Oseafea era la heroína del momento. Su fealdad había espantado a la Kraken.

Aquí se habría terminado la historia, de no ser porque la popularidad despertó en Oseafea un sentimiento nuevo. De pronto, sintió necesidad de ser la mejor, la primera, la siempre querida y respetada. Soñó con ser millonaria, con tener el poder en el fondo marino… Y concibió un malévolo plan para hacerse la dueña y señora del Océano: abriría las puertas a la Kraken y sus cien mil hijos, les permitiría alimentarse de las abundantes carnes de su propio padre, el dios Neptuno y, a cambio, ella se apoderaría del tridente mágico, símbolo de su dominio.

El día convenido, cefalópodos de todas clases, formas y tamaños, atacaron el palacio de Neptuno y cogieron a todos desprevenidos. Oseafea trató de convencer al dios de que le prestase su tridente, con la excusa de multiplicar hasta el infinito su fea cara para espantar a los atacantes. Neptuno, sin embargo, dudó mucho. Oseafea trató de arrebatárselo por la fuerza y, en el forcejeo, el tridente se partió en dos pedazos.
Chisporroteó y la magia se desperdigó por el mar. Muchos prodigios se sucedieron, pero los más grandes de todos fueron las transformaciones de Neptuno y Oseafea. El dios empezó a arrugarse hasta convertirse en un tritón viejecito de pocas chichas y mucha pelleja. El rostro de la princesa también cambió, parecía imposible, y se tornó bello, el más bello de todo el mar.

Tan hermosa era, que la Kraken no la reconoció; tan anciano se veía a Neptuno, que la Kraken no lo quiso devorar. «¡Me has engañado, princesa!», gritó, «¡este no es el gran dios que había de saciar mi hambre!» Fuera de sí, los cefalópodos atacaron con redobladas furias.

La princesa Oseafeaqueyanoerafea, arrepentida, pensó que, a lo mejor, si tocaba alguna canción, podría atraer lejos del palacio a los pulpos. Interpretó, pues, con su sobaco, una rítmica tonada oriental y nadó bailando la danza del vientre, sinuosa y atractiva. Alelados por el espectáculo, los hijos de la Kraken la siguieron.

Mientras, alguien había llamado a Bob Esponja con el mando a distancia de una tele sin tdt. El amarillo personaje llegó todo lo deprisa que pudo, montado sobre la ballena Moby Dick y acompañado por un ejército de medusas, a las que lanzó contra los pulpos. Las medusas nadaron prestas hacia ellos, mas quedaron también hechizadas por la danza de Oseafeaqueyanoerafea. Vista la poca eficacia de su hueste, Bob Esponja pidió ayuda a su ballena: «¡Haz algo, Moby Dick!», dijo, y ella abrió su bocaza y eructó.

El regüeldo de Moby Dick fue de tal magnitud que provocó un maremoto en la superficie y, bajo las aguas, un remolino gigantesco que atrapó sin remedio a sirenita, pulpos y medusas. Por suerte para todos, Neptuno logró unir las dos partes de su tridente, tornó a ser el poderoso dios del mar, serenó los mares, expulsó a la Kraken y sus hijos y tomó asiento, de nuevo, en el trono de su palacio.

También aquí podríamos haber dicho eso de “fin”, pero no pudo ser. La princesa Oseafeaqueyanoerafea volvió, de nuevo, a su antiguo ser de Oseafea. Su plan había fracasado y, lo que es peor, al arreglarse el tridente de su padre, ella había perdido la facultad de hacer música con los sobacos. ¿Qué sería de ella, si ni siquiera podía entretener a la corte? Sería encerrada, o expulsada, o quién sabe qué.

De sólo pensar en ello, le dio un ataque de locura. Tomó el cuchillo de cortar jamón de un barco hundido, lo afiló con su larguísimo diente y, ciega de furia, despedazó a Neptuno. Esto resultó bastante incómodo para el dios, pues, por ser inmortal, no podía irse al otro barrio ni aunque lo rebanasen en rodajitas. La misma suerte corrió Bob Esponja, que terminó en siete trozos. Oseafea rompió también el tridente, con tan mala suerte que se volvió más fea todavía, después se infló como un pez globo y ella misma se vio tan horrenda que se clavó en la barriga lo que quedaba del cetro marino de su padre.

Mientras esta tragedia familiar tiznaba de sangre el fondo marino, la ballena Moby Dick, ahíta de calamares, pulpos y chopitos varios, sufría dolorosos retortijones. Llegó un momento en que no pudo más y cedió a la necesidad impuesta por la diarrea.

Bob Esponja, que hacía esfuerzos por reunir sus pedacitos y escapar de allí, fue el único en percatarse del peligro. «¡¡Mierda a la vistaaaaa…!!», chilló.

Demasiado tarde. El mar se tiñó de marrón. Sobre el palacio de Neptuno cayó una catarata de blandas heces malolientes que asfixiaron a los desdichados que no pudieron escapar. Los supervivientes, atontados, se echaron a reír y, por lo que nosotros sabemos, siguieron riéndose hasta el fin de la eternidad.

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