viernes, 4 de julio de 2014

Pez de jade

En mi mano, un pez de jade con más de tres mil años. Delicado, sobrio quizá por lo antiguo, perteneció a una reina enterrada al sur de Pekín. Suave. Duro. Asombrado. Verde claro, apenas dos milímetros de espesor y un dedo de largo. Pido permiso al voluntario del Museo Británico que me atiende, can I...? Me lo concede, of course, take it! El pez tiene alguna veta marrón en los bordes, leí en los paneles informativos que el jade produce una pátina terrosa que después los arqueólogos deben remover, pero olvido preguntar por ello al venerable historiador jubilado. En cambio, tiemblo. He visto a la reina, vieja y poderosa, vestida con una túnica sobria, la cara lavada, sin maquillajes ni afeites, organizar el ajuar de su futura tumba. Me acuerdo de Napoleón y los veinte siglos que nos contemplan, pero eso sucede desde lo alto de las pirámides, y aquí se trata de un pequeño pez, el colgante que la reina duda si colocar entre los exvotos de su funeral; es tan sencillo, tiene una expresión tan boba, que seguramente desmerecerá entre las ricas cerámicas, las sedas finas y la joyería de oro. 
El especialista voluntario advierte la reverencia con que tomo el pez entre las manos, quizá la confunde con temor, son piezas originales del museo, ¡no es para menos!; por eso, tal vez, me explica que el jade es una de las piedras más duras que existen, no se puede tallar a golpes de cincel y se labra por erosión, frotando. Claro, de ahí ese tacto que pide ser gozado con los labios y, aunque yo no me atrevo a hacerlo, la vieja reina, tres milenios atrás, se lo lleva a la boca y sonríe. ¿Qué ha podido recordar? ¿Quién le regaló ese colgante? Amante, sin duda, sólo los presentes de un amor secreto provocan ese efecto; la reina vuelve a la época de la hermosura, el tiempo en que fue una mujer atractiva y fiera que gobernaba a través de su esposo, y también regresa a los años en que reinó abiertamente y amó con intensidad, viuda en plena sazón y regente de un hijo inepto para los asuntos públicos.
Tenía muchos enemigos, los tiene ahora, el primero de ellos su propio nieto, el actual rey, que no sabe cómo librarse de su influencia, ella controla al ejército, ella conoce a todos los ministros mejor que nadie, ella le escoge esposas y concubinas, las más lindas, las más tontas también. Si el rey-nieto la viera en este momento, sola en su alcoba... Si la viera sentir el lejano deseo, el roce del amado clandestino que fue su refugio, su confidente y su sostén durante los años del veneno, de los niños príncipes asesinados, de la guerra palaciega; si la viera, digo, descubriría lo que yo al sostener el pez de jade: que la vieja reina no se embadurna con polvos de arroz porque cada arruga es una historia y muchas de ellas son deudoras del hombre que le regaló, hace tanto ya, aquel colgante.
Lo poso de nuevo en la mesa, renuente a dejar de tocarlo, suspiro y agradezco al historiador jubilado del Museo Británico por su atención. Mientras, la vieja reina pasa un fino cordel de seda por el ojo del pez de jade y se lo cuelga. El pez de jade, la memoria, reposará siempre con ella.

lunes, 23 de junio de 2014

Opinión de cisne

Cada mañana, una familia de cisnes se acicala en el parterre soleado que hay junto al apeadero. Padre, madre y cinco patitos feos atusan plumas y plumones, orean alas y se comen algún que otro bicho despistado que olvidó saltar de la cama al despuntar el alba, ¡se estaba tan caliente en ese edredón vivo...! Cisnes de cuellos orgullosos, que miran con soberbia a los estúpidos humanos, pobres animales sin plumas e incapaces de volar que pasan a su lado a toda prisa para tomar el tren, que les sacan una foto con el móvil para enviar a sus amigos o, quizá, a sus niños, esas criaturas a quienes apenas ven y con las que desearían sentarse al sol, atusarse plumas y plumones, comer algún que otro bicho despistado. Los cisnes desafían a los madrugadores, saben que hay envidia tras la apariencia de los ojos soñolientos que los ven, celos tras la media sonrisa de ay-que-linda-estampa. Imbéciles, los humanos. El cisne se levanta, se mueve con pesadez hacia la calzada, despacio, consciente de que su porte no es tan bueno en tierra como en el agua. Los peatones le dejan paso, cómo no hacerlo, con esa mirada altiva, ese parpar regio, esa superioridad de ave libre que tiene. Plumas, plumones, cuellos que se agitan, alas que se abren y el gran cisne camina zambo hasta el centro del asfalto, en plena curva, observa a la concurrencia y dirige desafiante el pico hacia los que esperan en el andén; el emperador de la laguna sabe que los humanos tienen miedo de los accidentes, sabe que una bestia con ruedas puede salirle al paso y terminar con sus días de nadar despreocupado, sabe que eso no les importa a los viajeros, pero que gritarán como locos, llamarán al ciento doce para atender a los heridos y a él lo echarán al contenedor de basura. Lo sabe y, aun así, se arriesga, por demostrar que él no teme a nada, por dejar claro que el mundo le pertenece tanto como a los humanos, aunque ellos posean pulgares y máquinas y móviles para sacar fotos y bestias con ruedas. El gran cisne ha decidido opinar al respecto en medio de la calzada, más bien sobre la calzada, ante los mirones que esperan en el andén, ante el perrito ladrador de polluelos y su dueño, ante la corredora que sale a entrenarse temprano, ante esa que llaman Civilización. Expresado su contundente parecer, mueve los pies palmeados y regresa a la hierba, junto a su compañera y los patitos feos.