viernes, 4 de octubre de 2013

El Tío Ramón y el cumpleaños de Kattigara

¿Quién no tiene un tío peculiar? Mi hijo, con solo siete años, tiene al menos uno y podría contar incluso tres, cada uno en su nivel de pintoresquismo. En muchas novelas, más aún cuando son sagas familiares, suele haber un Tío, con mayúsculas, que influye en mayor o menor medida al protagonista. El Tío benefactor, el crápula o el que se hace cargo del huérfano; o el Tío que aparece cual figura por encima del bien y del mal, el marino, el de los consejos, el del aguinaldo, el que lleva a pescar, el que chincha hasta límites insospechados al futuro narrador. Un Tío memorable es el de Moraes Zogoiby, en El último suspiro del Moro, de Salman Rushdie: un dandy vestido de blanco, casado por conveniencia y que siempre lleva con él a su inseparable perro disecado; hay alguna novela, como Al otro lado de la noche, de Jan van Mersbergen, que no sería concebible sin el Tío que obliga al sobrino a salir de su rutina hogareña una noche de carnaval; todo ello sin olvidar el tío protagonista por excelencia, el creado por Harriet Beecher Stowe, propietario de una cabaña que da título al libro.
La figura del Tío, en cualquier familia, tiene para los sobrinos cierto aire literario y, casi siempre, un nombre sonoro, fácil de recordar. Mi familia es generosa en la producción de este tipo de figuras, carne de cuento. Así, está el tío Damián, famoso por su buen humor y su capacidad para la parranda; o el tío Luis, de genio excéntrico y pampirolada pronta; por la otra rama destaca el tío Manuel, a quien de niña siempre imaginé —culpa de mi padre y sus historias— leyendo cómics en el barril de lo alto de un mástil, como vigía despistado en alguna expedición de Marco Polo. Pero hoy toca hablar del Tío Ramón, porque vino a rescatarme en una tarde de agobio y dolor de cabeza.
El Tío Ramón es un clásico. Como Borges, procura no leer a sus contemporáneos, y entre estos incluye a buena parte de los autores del siglo veinte, aun cuando hayan muerto antes de nacer él. Sé que hará excepción con Miguel Baquero, a quien hasta hoy desconocía, porque le he asegurado que su novela Vida de Martín Pijo es un moderno Lázaro de Tormes. Su mayor pasión conocida son los libros y, cuando vivía en Madrid, era feliz entre las casetas del libro viejo. No creo que haya leído La librería encantada, de Christopher Morley (demasiado moderna, para su gusto), mas, si lo hiciera, es posible que, de algún modo, se llegase a sentir identificado con el señor Roger Mifflin.
 «Como estás de cumpleaños», me dijo el Tío Ramón por teléfono, «te invito a una cerveza; a no ser, claro, que tengas intención de salir escopetada en cuanto den las ocho». La verdad es que sí pretendía volar a casa; estaba cansada, la tarde me había resultado agobiante, cargada de trabajo, con falta de sueño y locura de viento sur, ese que tanto nos afecta a los santanderinos —«es por la baja presión», creo recordar que decía mi difunto abuelo, «porque la sangre se expande y se sube a la cabeza, pero el cráneo se queda como está», o algo así; ¡curiosa teoría!—.
El Tío Ramón me propuso celebrar el primer año de la librería Espacio Kattigara en la barra de un bar, a ser posible uno de esos que ponen tapa, y yo mudé mis planes de estampida, pues el siroco y la pantalla del ordenador dan mucha sed. Además, ¡qué diantre!, con tanto lío como tenemos últimamente, no habíamos llegado a festejar la hazaña de haber aguantado trescientos sesenta y cinco días de libreros en plena crisis.
La primera cerveza estaba fría y mi paladar es un tanto británico para estas cosas, así que, tras un corto sorbo, me lancé sobre los canapés que nos pusieron de tapa. Proyectos, libros, qué tal el niño, cómo vais con el negocio… El Tío Ramón terminó su caña y pidió la segunda ronda cuando a mí aún me quedaba la mitad de la primera. «Así se te irá entibiando», justificó. Se conoce que servidora llevaba toda la tarde sin hablar, porque me embarqué en un monólogo apenas interrumpido por risas, exclamaciones monosilábicas y alguna que otra pregunta del Tío para soltarme aún más la lengua. Nos sacaron otra tapa, esta vez deliciosos boquerones. «Vas a perder el tren», observó el Tío Ramón. Me dio igual, bien podía ir en el siguiente, así que proseguimos la charla, trago va, boquerón viene.
«Se me pasó ir a la conferencia sobre el Quijote del martes pasado», dijo, «como estoy acostumbrado a los jueves…». Es verdad, el jueves es el día de la semana que de ordinario dedicamos a las actividades, pero en esta ocasión cambiamos el plan, para inaugurar nuestro curso de lectura y técnica narrativa con una amena exposición. El Tío Ramón se lo habría pasado bien; además, es todo un experto en la obra cervantina y tiene en el cajón unos estupendos trabajos sobre las rutas del ingenioso hidalgo.
Mientras charlábamos o, mejor, mientras lo hacía yo, los boquerones desaparecían poco a poco del plato. Cualquiera que lea esto, supondrá que el Tío Ramón se los comió en tanto que su parlanchina interlocutora le daba a la sin hueso; ¡craso error! Por difícil que parezca, demostré mi gran capacidad para hacer varias cosas al mismo tiempo, tales como beber, comer y hablar sin parar. Tras el último boquerón, callé de golpe. «¡Ostras!, ¡que me los he zampado todos!», dije, consternada. Él, con parsimonia, cogió un trozo de pan y rebañó el aceite del plato. «Ya me he dado cuenta», sonrió, y me ofreció la rebanada chorreante, «anda, toma esto, que es lo más rico».
En mi primer cumpleaños de librera, volví a ser niña. Gracias, Tío Ramón.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Por Guadalupe Limón perdí el tren...

En realidad no lo perdí, sino todo lo contrario, me pasé de parada; tres paradas, para ser exactos, y por puro milagro no me fui hasta el final de la línea. El golpe de Estado de Guadalupe Limón tuvo la culpa. Esta novela de Gonzalo Torrente Ballester logró abducirme de tal modo que, cuando quise darme cuenta, estaba en el apeadero de mala muerte de un descampado industrial sin un triste bar, ni nada que se le pareciese. Lo del bar no lo digo por dar ambientación al asunto, sino porque eran las tres menos veinticinco de la tarde y, para mi espanto, no había un tren de vuelta hasta al cabo de una hora. ¿Se imaginan ustedes el rugir de mis tripas? Llamé a casa, mas, en lugar de hallar gentil caballero que se brindase a rescatarme, topé con chascar de lengua y gruñido de quien me esperaba con hambre para sentarse a comer. "Pues ya sabes, se te quedará frío todo", me advirtió, y se quedó tan ancho. Sin un triste chicle con el que engañar la boca, no tuve otro remedio que enfrascarme de nuevo en la lectura, no sin cierto despecho hacia la obra que me había jugado tan mala pasada y también, hay que confesarlo, hacia el prosaísmo de la vida conyugal, por el que me veía condenada a aguantar mecha en aquel andén.
El golpe de Estado de Guadalupe Limón es una de las primeras novelas del maestro don Gonzalo, rescatada por la editorial Salto de Página. En su momento, fue un fracaso, tanto que ni la censura se tomó la molestia de leerla; según Torrente Ballester, "no la entendieron", porque, en realidad, es una obra que trata de la creación y destrucción de los mitos políticos y, más en concreto, el mito de Primo de Rivera y su relación con Franco. Estas, de hecho, son las auténticas claves del libro, que, no obstante, se desarrolla en una imaginaria república americana, lo cual hace que también podamos establecer comparaciones con otros caudillos. Sin embargo, explica don Gonzalo que la censura buscaba "cosa política, pornográfica o antirreligiosa", por lo que, "fuera de esto, podías decir lo que te diera la gana con la seguridad de que pasaban por encima, porque no se enteraban". Si la censura hubiese estado más lista, no habría permitido que se publicase esta obra, porque su carga política es muy poderosa, pero se disfraza de fruslería, gracias a la carga de humor con que está escrita. 
Guadalupe Limón es, por supuesto, el personaje fundamental de la novela. Primero por fastidiar a una mujer rival, después por amor, se convierte en el centro de una conspiración dirigida a desencadenar una revolución y subsiguiente golpe de Estado. Para ello eleva a la categoría de mito al difunto dictador, Clavijo, derrocado y muerto (o dejado morir, que no lo aclara) por el general Lizárraga, quien lo sucede en el poder encumbrado por la inteligencia y ambición de su esposa (la enemiga de Guadalupe). 
El golpe de Estado de Guadalupe Limón no gustó al público y fue ignorado por la crítica. Quizá, como el propio Torrente Ballester apunta, se debe a su sentido del humor, un tanto dispar del que usaban sus coetáneos en los cuarente; o puede que por sus deficiencias artísticas, a las que el maestro alude sin precisar. Es posible que el hecho de poner el acento en la rivalidad y las ambiciones de dos mujeres hermosas e inteligentes, haga perder seriedad al conjunto; cuesta creer que las frívolas motivaciones de protagonista y antagonista sean capaces de mover gentes y sangre. Sin embargo, eso le da precisamente el aire de parodia que hace de la novela una pieza muy original.
Dice Torrente Ballester que El golpe de Estado de Guadalupe Limón fue, según sus amigos, uno de sus mayores errores. Pues, señoras y señores, en aquel apeadero solitario yo lo tuve claro: ¡quién pudiera equivocarse así!

lunes, 24 de junio de 2013

Librera en la tienda de chuches...

Lo malo de trabajar en una librería es que lo paso fatal cuando llegan libros nuevos. Es como tener a un niño en una tienda de chuches y decirle que puede escoger sólo uno. Acabo de terminar STRADIVARIUS REX, de Román Piña (ed. Sloper), y no sé por qué decidirme. 

¿LOS LEOPARDOS DE KAFKA, de Moacyr Scliar? Su editora de Rayo Verde, Laura Huerga, me asegura que es un libro con el que te ríes, y la verdad es que las primeras páginas cautivan. Claro, que llevo tiempo posponiendo la lectura de EL ÚLTIMO VIAJE DEL CAPITÁN SALGARI, de Ernesto Ferreiro (Ático de los Libros), una novela deliciosa sobre la vejez de Emilio Salgari. 

Pero, ¿y los extraños relatos japoneses de EL MAGO, de Akutagawa, editados por Candaya? También me apetece EL LIBRO DE LOS VIVOS, de Juan de Madre, que el editor de Sloper me recomendó tras haber leído uno de mis manuscritos. La cosa se complica, porque acaba de llegarme el libro 10 CORSARIOS, de Tito Montero, editado por los amigos asturianos de Pez de Plata - BestiAudax; no me suele motivar la novela negra, pero... ¡está tan bien editado, tiene tan buena pinta...! Y claro, para complicarme más las cosas, encima me mandan, de Salto de Página, EL GOLPE DE ESTADO DE GUADALUPE LIMÓN, de mi admirado Torrente Ballester. 

¿Qué hago, caramba? ¿Qué hago? Todavía me voy al tren sin lectura, y eso sería el colmo, ¿no?



miércoles, 15 de mayo de 2013

"El general y la musa", un libro que perjudica seriamente el maquillaje

Así, como lo oyen. La novela El general y la musa, de Román Piña Valls (Ed. Sloper), está contraindicada para rostros maquillados y, en especial, para pestañas con rimmel. Las posibilidades de llorar de risa son tantas, que una servidora recomienda "enfrentarse" a este libro con la cara lavada o, al menos, con una buena cantidad de pañuelos de papel en el bolso.
Si no, que me lo cuenten a mí. Me regalé el libro el 23 de abril, porque tenía una pinta estupenda, porque me apetecía reír. En los tiempos que corren no estoy para dramas, la verdad, y busco con desesperación libros capaces de arrancarme una sonrisa, de forzar esos músculos que a veces pienso me han desaparecido, por falta de uso. No es una labor sencilla, pues encima soy sibarita y no me sirve el humor ordinario. Quiero obras divertidas, pero de calidad, y lo bueno siempre es difícil de encontrar. 
Por diversas casualidades, di con El general y la musa. No me pude resistir. La idea de un Franco instalado en Mallorca, en 1933, y entregado por completo a una vida disoluta, convertido en batería de jazz de prestigio reconocido en toda Europa, y que lleva tatuada en el pecho a una presentadora de televisión del siglo XXI, picó mi curiosidad; pero, además, que intime con Robert Graves o le dé por seguir las huellas del piano de Chopin y George Sand, me parecieron delirios de lo más sugerentes. 
Así pues, pedí el libro a uno de los proveedores de nuestra librería (permítanme aquí un inciso publicitario para explicar, a quien no lo sepa, que se trata de la Librería Espacio Kattigara, en Santander), me lo pagué religiosamente, para que el socio librero no me riñera, y me lo llevé al tren, de vuelta a casa. Aquí es donde empezaron mis problemas con las lágrimas y el maquillaje.
El general y la musa empieza con una "rueda de prensa inversa", curioso concepto, simpático de por sí, que el autor emplea como disculpa para establecer el contrato narrativo con el lector. Por lo general, las primeras páginas de un libro dan al lector la idea de qué le van a contar, quién lo va a hacer y cómo, y crean una serie de expectativas que el lector desea ver cumplidas a lo largo de la obra; por eso los comienzos son tan difíciles de escribir, porque si uno mete la pata, el lector puede no ver claro de qué va la novela, o al revés, puede esperar mucho de un texto que después le decepciona, casos ambos que aumentan las probabilidades de abandono de la lectura y uso posterior del libro para calzar mesas cojitrancas.
En El general y la musa, los términos de este "contrato narrativo" se establecen con un descaro delicioso en esta introducción, que resulta ser una entrevista firmada por un tal Randy Waters, periodista británico que no sabe español y es convocado, a gastos pagados, como interlocutor entre el mundo por un lado, y el autor -Román Piña- y sus protagonistas -Patricia Conde y Franco-, por otro. En esta entrevista, con un arte gamberro que ya de por sí es un punto a favor, el autor nos ofrece, al mismo tiempo, una crítica del panorama literario español y las claves para entender el juego fantástico de la obra. No tiene desperdicio, y los músculos de la sonrisa se ejercitan con alegría durante la lectura. Dejo aquí, en cualquier caso, una de sus frases, que sirve de resumen:
(...) he venido a poner paz y a sugerir un nuevo camino para la narrativa española. (...) En serio. Tenemos por un lado la novela histórica, por otro la Guerra Civil, y por otro el Nocillismo. Yo he apostado por darle Nocilla a Franco, contra la verdad histórica.
Terminada la entrevista, empieza el diario de Francisco Franco Bahamonde. Narrado en primera persona, comienza con un Franco que se despierta con extrañas pesadillas y se da a la bebida de licor de hierbas que él mismo destila, mientras discurre cómo remodelar la ciudad de Palma. Pronto se aficiona al bar Honolulú, hasta el punto de entrar como baterista en la banda de jazz allí residente, lo que empieza a darle fama mundial -incluso recibe invitación de Dyango Reinhardt para unirse a su grupo-, al mismo tiempo que preocupa a los mandos centrales, pues empiezan a asustarse con sus excentricidades. Otra que también está preocupada por las rarezas de su marido es Carmen Polo, lo cual no le impide participar en los cónclaves nudistas de Robert Graves y sus amigos, entre otros recochineos del libro. Es esta, quizá, una de las escenas de toque metaliterario más interesantes: en ella el escritor, Franco y sus respectivas señoras, llegan a tal punto de intimidad y licor, que terminan en pelota picada y Graves les confiesa que, en realidad, es el propio emperador Claudio quien escribe a través de su mano, pues él se considera una especie de "médium" de la Historia y, ante la pregunta de Carmen con respecto al uso de la imaginación por los escritores, responde:
La mayoría, sí [usan la imaginación]. Yo lo he probado, pero es agotador. Tampoco me inspiro en fuentes primigenias, porque os confieso que después de diez años estudiando latín y griego, sigo sin enterarme de nada. Pero tengo un truco propio: me dejo poseer por el espíritu inmortal de los tiempos. Seguramente todos los hombres compartimos en una pequeña cantidad la sangre de nuestros antepasados. Nuestro cerebro es un abismo infinito y, si pulsamos la cuerda adecuada, resonará el eco que sembraron nuestros ancestros. Cuando yo acaricio una tanagra o un sestercio, puedo sentir la conciencia de los griegos y los romanos que los agarraron por primera vez.
Esta habilidad de Robert Graves le resultará de gran utilidad a nuestro Franco cuando se empeñe en descubrir el fraude del piano de Chopin, cosa que hará convenientemente disfrazado de investigador bohemio, para no dar más que hablar a los mandos. En el curso de esta investigación, las aventuras de Franco se suceden, se complican, empiezan a parecer inverosímiles, todo intercalado con los extraños sueños en que se le aparece una mujer bellísima llamada Patricia Conde, a quien considera su musa y cuyo nombre y efigie se tatúa en el pecho, para mostrarlo en los conciertos, con la esperanza de que alguien la reconozca y le dé señas de ella. 
La novela está escrita de tal modo que al principio se puede reconocer, aunque con un estilo menos formal del que tenemos en mente, al militar; pero, a medida que avanza, el lenguaje se vuelve cada vez más coloquial, más de nuestro siglo. Las referencias -homenajes- al cine y a la música, junto al uso de expresiones actuales, crean un ambiente irreal, en el que un protagonista muy moderno choca con la época y su propio nombre. Llega un momento en el que el lector duda del autor, ¿cómo va a resolver esto?, ¡es imposible que la novela acabe de modo coherente! Sin embargo, así sucede, y me temo que de esto no puedo hablar, porque el efecto es tan bueno que estaríamos ante un verdadero "spoil". 
Lo que sí puedo decir, a modo de advertencia, es que El general y la musa cierra con verosimilitud, bien entendido que esta cualidad de una obra no debe identificarse con realidad ni realismo. Hay explicación para todo lo que ocurre en la novela, se resuelven los misterios, se descubren las identidades... pero nada sucede del modo esperado.
Para terminar, transcribo aquí un pasaje de mi propio diario, en el que dejo constancia de la incompatibilidad de El general y la musa con el maquillaje.
Día 26 de abril. Tengo un serio problema con este libro. Me pasa desde el martes, día en que lo compré, pero hoy ha sido el acabóse. Por la mañanuca, en el tren, voy yo a Santander toda mona, con el ojo pintado y esas cosas que suelen hacerse para disimular el careto adormilado y las ojeras del estrés, cuando, a cuatro paradas de mi destino, Franco mete el dedo medio del pie en el agujero de la bañera. Una carcajada mal reprimida en el vagón atestado de rostros tristes contagiados de noticias. Todos me miran, pero  nadie oye los gritos de Franco pidiendo auxilio. Risotada incontenida. Los viajeros se hacen gestos con el dedo en la sien, mientras me miran de reojo. Y el verbo toma forma en un onomatopéyico neologismo. Resconhuydo. Toma ya. Lagrimón, dos lagrimones, tres... una cascada de lagrimones hilarantes, que no puede contenerse. Murmullos en el cercanías, ya sin disimulo. Y servidora nota cómo el rímel se corre y no tengo ni un mísero moquero de papel y no puedo dejar de reír y cierro el libro y algunos señalan y Franco sigue haciendo equilibrismos nudistas en la bañera y trato de secarme con la mano y pringo la manga con el pintalabios y no hay un alma que me socorra con un pañuelo y mi cara es un puro chorretón de maquillaje...
Tarea pendiente: Si tengo oportunidad, debo advertir al editor de El general y la musa de que esta obra perjudica seriamente el maquillaje y la buena imagen de los lectores incautos. Quizá pueda organizar una campaña en la que se regale un paquete de pañuelos de papel con cada libro. De paso, le pediré que venga a Flic! con nosotros.

miércoles, 6 de febrero de 2013

"El vizconde demediado", de Italo Calvino


Hace tiempo leí El barón rampante, y me gustó. Ahora, decidida a completar la trilogía de Nuestros antepasados, de Italo Calvino, me he zambullido en la lectura de El vizconde demediado, primera, por cierto, de las tres, que el autor escribió “como pasatiempo privado”, según aclara el prólogo.
Confieso, no obstante, que el prólogo a la edición de Bruguera, firmado por Esther Benítez, lo acabo de leer ahora, días después de haber terminado la novela. Es una manía que tengo, la de pasar olímpicamente de los prefacios y sólo echarles un vistazo al final; supongo que me predisponen hacia la obra y eso no me agrada. Si lo hubiese leído antes, habría descubierto que, aunque Calvino escribió como divertimento, a modo de historia fantástica, se encontraba “expresando, sin advertirlo, no sólo el sufrimiento de ese momento particular” (la guerra fría), “sino el impulso de salir de él”. 
¿Habría cambiado mi percepción de la obra la lectura del breve análisis previo de Esther Benítez? Quizá, pero no estoy del todo segura, porque la alegoría de la imperfección humana es evidente, y no caben muchas discusiones al respecto. Por otra parte, cabe destacar que estamos ante un cuento largo, más que ante una novela corta, en el que el elemento maravilloso está configurado siguiendo los más estrictos cánones de la narración oral tradicional.

lunes, 21 de enero de 2013

"Vida de Martín Pijo", de Miguel Baquero

¿Quién dijo que la picaresca había muerto? La tenemos a la orden del día, forma parte, según vemos cada mañana, de nuestra idiosincrasia nacional, y el escritor Miguel Baquero, un fenómeno del humor bien hecho, lo saca a relucir en su libro "Vida de Martín Pijo", publicado por ACVF Editorial. 
Se trata de un moderno Lázaro de Tormes, aunque el autor, en lugar de presentarnos a un desgraciado de humilde cuna que trata de sobrevivir como puede, toma como protagonista a un niño bien, hijo de un gobernador corrupto de la época franquista, que comete la torpeza de creerse los valores morales que se le inculcan y, además de quedar en la ruina, le dan tortazos por todas partes. Claro está, en su descargo hay que decir que vivió dieciséis años engañado, porque era un zoquete de tomo y lomo, pero su papá el gobernador hacía generosas donaciones al colegio para que los profesores alabasen en todo momento al chico. 
El pobre badulaque de postín empieza su auténtica historia cuando, por desavenencias ideológicas insalvables, el abuelo (añorante del Caudillo) le hizo al chaquetero padre "una observación incisiva" con un sable, para, acto seguido, convertirse en antepasado de Martín Pijo con la ayuda de una vieja Luger alemana. A partir de este momento, él se enfrenta a la vida tratando de aplicar las virtudes teologales y las que manda el catecismo, amén de los principios de la más honorable caballería.

martes, 15 de enero de 2013

El último suspiro del Moro (Salman Rushdie)

Acabo de terminar, con pena por haberlo acabado, El último suspiro del Moro, de Salman Rushdie. Es una obra en la que se combina la saga familiar con el retrato de la historia reciente de la India, narrada en primera persona por Moraes (Moro) Zogoiby, el último de una familia que construyó un imperio a partir del comercio de la pimienta. Si nos tenemos que fiar de la sinopsis de la contraportada, el libro es una alegoría de la lucha del bien, la belleza y el amor, contra el mal; sin embargo, mi impresión es otra, pues el relato de Moraes Zogoiby está lleno de penumbras, de capas, como el propio cuadro que da título a la novela, un palimpsesto en que el lector cambia de modo constante los afectos hacia unos y otros personajes, a quienes ora comprende y justifica, ora aborrece y juzga culpables. Nada es lo que parece y en esa ambigüedad, en esa indefinición, está el verdadero poder de la obra.
El amor, por supuesto, es uno de los temas centrales, el amor a la vida, a pesar de que todo está en contra del protagonista. En cierto modo, Moraes Zogoiby es un trasunto retorcido del propio autor, o al menos así lo deja caer Rushdie en sus memorias, Joseph Anton, publicadas en otoño de 2012. Moraes es un hombre de brazo deforme (un auténtico Martillo que utilizará en los capítulos más turbios de la novela) y vida acelerada: por algún defecto en sus cromosomas, envejece a un ritmo que es el doble de lo normal. En un mundo regido por la apariencia, apenas disfruta de un espejismo de infancia, porque a los tres años tiene el aspecto de un niño de seis, a los siete el cuerpo y los impulsos de un adolescente y a los treinta y seis es un decrépito viejo de setenta y dos. Sin embargo, Moro busca ser igual que los demás, busca amar y ser amado y busca un sentido a su vida, atrapada en una cárcel de tiempo, igual que el autor, Salman Rushdie, estaba cuando lo escribió: escondido, sin libertad, atado a una vida de miedo constante a la muerte, a la falta de un futuro. Terminar El último suspiro del Moro fue, para el autor, una victoria de la libertad sobre la fetua, sobre la barbarie; pudo crear una de sus mejores obras en medio de su batalla por la vida y la dignidad.

miércoles, 2 de enero de 2013

Mi lista de los mejores libros del año


No voy a ser tan pretenciosa como esos críticos y medios que "deciden" cuáles son los mejores libros del año, así, en términos absolutos. Es imposible hacer algo semejante, porque es tantísimo lo que se publica, que no ha nacido aún el cerebro mastodóntico capaz de leerlos todos (y con provecho), para dar una opinión seria y documentada. Así pues, voy a optar por algo que sí está a mi alcance: reseñar, de los libros que he leído en 2012 (ojo, no necesariamente publicados este año), los que más me han gustado, esos que, al llegar a la última página, me hicieron caer en un estado de angustia y desazón (¿y ahora qué leo?, ¿qué libro voy a escoger después de lo que me ha impresionado este?). 
Como, por otra parte, no quiero decidir la prioridad entre ellos, los citaré en orden alfabético, según el apellido de los autores. Maalouf, Martínez de Lezea, Rushdie, Torrente Ballester.